La alegría por el nuevo servicio se transforma en muecas cuando se analizan sus costos y pérdidas
Por Alfredo Serra 4 de julio de 2017
Especial para Infobae
Frente a la euforia desatada por el retorno del tren a Mar del Plata, con una pérdida descomunal (¡1.370.000 pesos por día!), como consigna hoy Infobae, recordé el título de una película checa: Trenes rigurosamente vigilados, de 1966.
Y de inmediato acudí a nuestra triste contracara: trenes rigurosamente descontrolados, abandonados, y con un atraso técnico de un siglo, aunque los más optimistas hablan de medio…
Y empezaron a rondarme recuerdos y nostalgia.
Mi abuelo Justo, campesino aragonés devenido argentino y ferroviario –señalero, tirapalancas– amaba al ferrocarril hasta el punto de vivir frente a una estación del hoy Mitre y ayer Ferrocarril Central Argentino, cuyas iniciales estaban, en letra gótica, grabadas en los botones plateados de su uniforme… (aún conservo uno).
En la estación Núñez.
Por supuesto, mi niñez, mi adolescencia y hasta el principio de mi vida adulta transcurrieron entre la incomparable música de las ruedas sobre el acero de los rieles… y "un farol balanceando en la barrera / y el misterio de adiós que siembra el tren", como escribió Homero Manzi y le puso música Aníbal Troilo. Sí: "Barrio de tango".
Empecé la escuela secundaria en San Fernando: imposición de mi abuelo. "Tienes el tren enfrente y el abono gratis".
Cierto en ambos casos: el ferrocarril inglés, aunque nacionalizado en 1948, conservó durante algún tiempo ciertas reglas de juego de ese pasado: los parientes directos de sus obreros y empleados tenían pase gratis, sus asientos de segunda clase eran de pulida y noble madera, y los de primera clase, mullidos, tapizados de cuero negro, y jamás tajeados o mutilados: ningún argentino, de cualquier estrato social y nivel de educación, se atrevía a un vandalismo que después fue un amargo pan de cada día.
Verdad de Perogrullo: la puntualidad era solar. Suiza. Era posible poner el reloj en hora cuando llegaba el tren…
En la primera etapa de mi vida de estudiante secundario, lo tomaba a las 7:20 de la mañana, y a las 7:50 me bajaba en Virreyes, con diez minutos de margen para el toque de timbre de la escuela, a las 8 en punto.
Adiós, adolescencia, adiós. En 1957 entré a trabajar a un banco. Para memoriosos: Nuevo Banco Italiano, Reconquista y Rivadavia, Plaza de Mayo.
Viaje obligado. Núñez–Retiro. Quince minutos. Después, subte. Que todavía estaba lejos de las pesadillas futuras…
El guarda recorría los vagones, implacable. Picaba los boletos y exigía ver los abonos. Si pescaba un transgresor, un "sin boleto, no alcancé a sacarlo, se me iba el tren, disculpe", ahí mismo le vendía uno y le daba recibo. Y si el pasajero se negaba a comprarlo a bordo, el guarda lo retenía hasta la terminal, donde sospecho que lo multaban…
Algo queda claro: pagar boleto era natural, lógico, inevitable, para que el ferrocarril pudiera subsistir.
La moneda era estable. Pero si pegaba un salto, se ajustaba la tarifa.
A pesar del cambio de mano, durante los años en que viajé hasta Retiro se mantuvo, aunque no tan perfecta, la puntualidad. Pero en Retiro (y supongo que en todas las terminales), frente a un atraso, se estableció un sistema simple y nada oneroso. Ya al bajar y entrar en el gran hall, un empleado sentado ante un pupitre, como un autómata, sellaba cada comprobante de la llegada tarde. Un simple papelito que justificaba a los empleados que debíamos marcar tarjeta.
Porque al menos en los bancos, la acumulación de tardanzas sin comprobantes costaba sanciones…
"Pero empecé a padecer / me echaron a la frontera / y qué iba a hallar al volver / tan sólo hallé la tapera", escribió José Hernández en su inmortal Martín Fierro.
Y viene a cuento. Porque seguí viajando en tren los años de empleado bancario, los de estudiante de Periodismo, y los de periodista profesional. Un total de década media… hasta que pude acceder al taxi.
Pero a lo largo de esa década y media, aquellos trenes rigurosamente vigilados, mantenidos, puntuales y acaso sin balances en rojo… fueron derrumbándose como una familia en disolución.
Señales inequívocas: empezaron –y crecieron sin pausa y en proporción geométrica– los asientos rotos, tajeados, heridos a punta de navaja: astillados los vidrios de las ventanillas (también trabadas y enmohecidas por ausencia de mantenimiento). Un deterioro criminal…
Y con él, en triste y escandalosa secuencia, los trenes saturados de pasajeros, los apretujes asfixiantes, los robos amparados por el hacinamiento (con muchas tragedias: arrebatadores que arrojaron a alguien del vagón, y muerte entre las vías), y el desiderátum de la complacencia demagógica dictada desde la política: ¡piedra libre, que nadie pague boleto, a la carga, todos somos argentinos nacionales y populares!
Y así llegamos a hoy. A ese bienintencionado pero tardío, lento, oneroso y engañoso tren a Mar del Plata. Siete horas hasta su destino final, contra las cinco de hace… ¡sesenta años!
No puede ir más rápido, so pena de una tragedia. Miles de durmientes comprados y pagados religiosamente no soportan la velocidad normal porque están resquebrajados.
Las obras de mantenimiento de toda la red (vías, soportes, sistemas de señales, estaciones) están apenas a medio hacer, más allá de la bambolla del anuncio. Y tomará años y muuuuucho dinero ponerlas a punto.
Mientras todo el proceso narrado sucedía, los nativos, con la ñata contra el vidrio, como reza "Cafetín de Buenos Aires", veíamos con asombro, como sucesos marcianos, la evolución del "caballo de hierro", como llamaban en 1798 a uno de los primeros trenes europeos y norteamericanos: el Tren Bala (prometido por varios gobiernos), el Tren Aéreo, sobre colchones neumáticos, y el ya cercano tren sin vías, impulsado como un cohete.
Vuelvo al Martín Fierro: "Sólo queda al desgraciado / lamentar el bien perdido" ¡Y qué bien!
La red ferroviaria argentina, con 47.059 kilómetros de vías, fue una de las más grandes del mundo.
Su primer verdugo fue Arturo Frondizi, cuando en 1961 ordenó suprimir cuatro mil kilómetros, entre vías, ramales y estaciones.
Más tarde, Carlos Menem: "Ramal que para, ramal que cierra".
(Télam)
Pero detrás de esas decisiones y de esa decadencia histórica y seguramente irreparable, es imprescindible apuntar a los abusos sindicales –no a sus derechos legítimos–, a la demagogia de gobiernos que mantuvieron congeladas las tarifas –falsa ilusión–, pero subsidiaron y subsidian con fortunas al transporte… ¡como si esos subsidios no salieran de los mismos bolsillos!
Recuperar lo perdido –no sólo en materia ferroviaria– exige sensatez, paciencia y realismo. Y fortunas que el país no puede (mejor: no debe) pagar.
Porque sobre la gran fiesta de antaño se apagaron todas las luces.A mis años, sólo me queda el recuerdo de aquellas mañanas heladas, estación Núñez, esperando el tren de las 7:50.
El que nunca me hizo llegar tarde.
Y el de mi abuelo Justo, que me enseñó el misterio de las palancas y la danza de aquellos trenes.
Rigurosamente vigilados.
INFOBAE
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